Viento del norte.




Como emisario del invierno, precediendo lo que a día de hoy ya no es anuncio sino una realidad, nos hemos visto sojuzgados por el helado aliento y el influjo incompasivo procedente de lejanas latitudes septentrionales. Influjo, dicho sea de paso, que se ha dejado sentir con desmesurada virulencia en aquellas zonas más desprotegidas de la franja litoral.

Puedo dar fe de este estado de cosas pues, en las últimas semanas, he frecuentado más de un enclave que bien podría servir de ejemplo a lo que acabo de referiros, y donde, además, he podido constatar en mis propias carnes la inusitada furia de ese heraldo huracanado, tan poco dado a sutilezas, durante mis furtivos paseos (siempre que la meteorología no se mostrara excesivamente inclemente) por alguna de esas playas solitarias, rendidas al ensordecedor y persistente estruendo del oleaje y revestidas por esa neblina acelerada que emana de las aguas batidas.

En una de esas ocasiones, mientras permanecía expuesto a los rigores de la galerna, me dio por pensar en lo frágiles y delicadas que llegamos a ser las personas, y como; a pesar de nuestra arrogancia y el falso dogma sobre nuestra inmunidad; un elemento bien simple, invisible e incorpóreo, puede; si no lo enfrentamos con las debidas reservas; hacernos llorar, lacerar nuestra piel y entumecer nuestros músculos con asombrosa rapidez.

Esto; que a priori pudiera considerarse como una reflexión de corte más bien pesimista; produjo en mi un efecto totalmente contrario y, tras haber asumido la cura de humildad que el inconmovible orden natural me ofrecía, me sentí invadido por una repentina vitalidad surgida de aquel frío impetuoso que venía a recordarme cual era mi sitio; que, en medio de todo aquel despliegue de potencias desatadas, yo era un mero espectador; sí. Pero, al mismo tiempo, era el único con capacidad para disfrutar de todo aquel espectáculo.



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